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domingo, 27 de septiembre de 2015

¿¡Nulidades expresso!?



http://observador.pt/opiniao/nulidades-expresso/

Con esta reforma, Francisco no facilita las nulidades matrimoniales, sino que pretende poner término a las listas d espera y la morosidad de los tribunales eclesiásticos, a veces desesperantes.

Después de la ley del divorcio expresso, de Sócrates, parece que vienen ahí las nulidades expreso, de Francisco. En efecto, el pasado día 8 de septiembre, el Papa publicó, por motu propio, dos instrucciones, Mitis Iudex Dominus Iesus e Mites et Misericors Iesus, que reforman el proceso canónico de la declaración de nulidad matrimonial en la Iglesia católica latina y oriental, respectivamente, y que entrarán en vigor el próximo 8 de diciembre, día en que además de festejar la In macula Concepción de la Virgen María, se iniciará el Año de la Misericordia. Quien haya leído esta noticia en la prensa generalista puede haberse quedado con la idea  de que, a partir de esa fecha, existirá, finalmente, un procedimiento expedito para la rescisión del contrato nupcial, o sea, una especie de divorcio católico.

Son apariencias que confunden. El divorcio es el acto por el cual un matrimonio civilmente válido es revocado pero, en ningún caso, la Iglesia católica permite que un matrimonio canónico válidamente celebrado y consumado sea anulado. Además, según la doctrina común de los teólogos y canonistas, ni siquiera el Papa tiene poder para hacerlo, aunque pueda dispensar del compromiso matrimonial los cónyuges que celebran válidamente su casamiento, siempre que no haya habido unión conyugal. Era, además, una práctica corriente entre los miembros de las familias reales, cuando se casaban mucho antes de la edad núbil. Por eso, cuando esta llegaba y los cónyuges, por razones de Estado o de orden personal, no llegaban a cohabitar, se entendía que el casamiento era objeto de dispensa papal. Lo mismo ocurría también, a veces, en los matrimonios por delegación.

¿Si ni el Papa puede permitir el divorcio, para qué sirven entonces los tribunales eclesiásticos? Para comprobar si un determinado matrimonio celebrado canónicamente es verdadero, o sea, jurídicamente válido. Si lo fuera, haya o no descendencia, no hay quien lo pueda anular: no lo puede hacer la Iglesia, ni lo puede hacer el Estado. Pero, si no lo fuera, haya o no descendencia, no se puede exigir a los fieles en cuestión, ni se les puede permitir, que vivan como si fuesen casados, en realidad, no lo son. La nulidad depende siempre de la ausencia, o insuficiencia, de algún requisito esencial, como sucede en los casos de incapacidad psíquica o inmadurez de los contrayentes, simulación, impotencia, falta de fidelidad, de la prole o de la sacramentalidad, falta de libertad, miedo o error por parte de alguno de los contrayentes, crimen, rapto, etc. En estos casos y demás impedimentos, el matrimonio, aunque celebrado y consumado, en realidad no existió por razón de ese defecto fundamental. Es por eso que, en rigor, la Iglesia nunca anula un matrimonio, en cuyo caso tendría que admitir que había sido válidamente celebrado, solo declara la nulidad de un matrimonio que nunca existió, no obstante la apariencia formal, la vida en común e, incluso, la descendencia.

Ahora acontece, con demasiada frecuencia, que los tribunales diocesanos, por escasez de recursos humanos, no logran resolver las causas matrimoniales en tiempo útil. A veces, como se afirmó en la sala de prensa del Vaticano, con ocasión de la presentación de esta reforma, el proceso de declaración de nulidad llegaba a durar diez años. Después de la formulación de la petición, de la admisión de la solicitud, de la constitución del tribunal y de la respectiva instrucción, se seguía la primera sentencia, que aún no era definitiva porque, hasta la fecha, se exigía, para todos los casos el recurso a una segunda instancia. Sólo después de dos sentencias de nulidad concordantes quedaría, a todos los efectos, canónicos y civiles, declarado nulo el matrimonio impugnado. Con la nueva legislación, el proceso podrá concluirse con una sola sentencia, abreviando así su tramitación que, si resultara afirmativa la nulidad, permitiría que las partes después contrajeran, de inmediato, un verdadero casamiento.

Otra dificultas concurrente era la de las costas judiciales que, aún siendo modestas, podrían suponer un montante prohibitivo para algunos fieles. Aunque a nadie se le negara el derecho a recurrir a los tribunales eclesiásticos por manifiesta incapacidad de costear el respectivo proceso, ha sido en buena hora que el Santo Padre instruyó a las diócesis en el sentido de administrar la justicia de forma rápida y gratuita.

‘Fazer depressa e bem, há pouco quem’, como dice el proverbio. Es verdad que, al imprimir mayor velocidad  la tramitación de las decisiones judiciales, corre el riesgo de una depreciación cualitativa de la justicia eclesial, como advertirán algunos canonistas. Pero no es menos cierto que, como enseña la parábola del juez inicuo, la morosidad judicial es siempre una injusticia que, sobre todo, penaliza a los más pobres y necesitados.

Con estos dos motu propio, Francisco no facilita las nulidades matrimoniales, sino que pretende poner término a las listas de espera y a la morosidad de los tribunales eclesiásticos, a veces desesperantes. Al facilitar el acceso a la justicia eclesial de los más desfavorecidos, el Papa acoge, en la práctica, la apelación que le fue hecha por un cardenal en el momento de su elección como sucesor de Pedro –“¡no se olvide de los pobres!”- y que lo llevó a optar por un nombre tan inédito entre los obispos de Roma: el del poverello de Asís.

Sacerdote católico



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