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domingo, 13 de septiembre de 2015

¿Era Adán descuidado?



Hay una certeza compartida por los antropólogos y por todos los creyentes de las religiones abanicas: ¡el marido de Eva no se lavaba los dientes!

El título expresa una insinuación desagradable, pero no es menos la que se atribuye al Padre Antonio Vieira, que dice que, de Adán para ladrón, solo faltaban dos letras y que, de fruto, para hurto, ninguna!

Poco se sabe de los hábitos higiénicos de Adán, porque sobre este particular son omisas la Biblia y la ciencia. Con todo, Hay una certeza compartida por todos los antropólogos, así como por todos los creyentes de las religiones abanicas: el marido de Eva no se lavaba los dientes diariamente. Ni siquiera, según consta, usaba palillo, actitud de poco gusto, pero ciertamente más saludable  que la pura y total omisión de cualquier limpieza, por rudimentaria que fuese, de la dentición.

Ahora bien, según un principio universal de la higiene oral, quien no se lava los dientes todos los días, por lo menos una vez, es un rematado puerco y atenta, con su pestífero aliento, contra la salud pública. Siendo así, hay que concluir que Adán y Eva, ciertamente casados en régimen de comunión de malos hábitos higiénicos, eran poco aseados.

A propósito, nótese que el Evangelio, que en tantos aspectos es de una enorme elevación, no destaca por la exigencia en temas de sanidad. En el evangelio del antepenúltimo domingo, se evocó la crítica de los fariseos a los apóstoles por el hecho, ciertamente censurable, de que estos no se lavaran las manos antes de las comidas, ni procedieran a las abluciones de copas y platos, como era tradición entre los judíos. Pero Jesús, en vez de reprender a sus discípulos por tan reprobable negligencia, se volvió contra los fariseos, cuya hipocresía condena, no obstante la razonabilidad de aquella su protesta.

Más escandalosa fue aún la actitud de Cristo cuando, tal como se refirió el pasado domingo, curó a un sordo casi mudo. ¿No es así  que Jesús de Nazaret metió sus dedos en los oídos del sordo y, después tocó con su dedo, humedecido en la saliva, la lengua del ‘milagreado’!? ¡No fue él el Maestro y cualquier día, con innegable buen sentido: ¡que disgusto! Habiendo protagonizado algunas curas
a distancia, sin contacto físico ni visual –piénsese, por ejemplo, en la resurrección de Lázaro, o en la cura del siervo del centurión- también en este caso podría haberlo hecho, con evidente ventaja para el sordo mudo y para nosotros que, transcurridos dos mil años, aún quedamos incomodados con un tratamiento tan poco aséptico.


Si así era hace dos mil años, no nos debe extrañar que Adán y Eva no se lavasen los dientes diariamente, sin que se pueda, entre tanto, condenar este su mal proceder. ¿Por qué? Porque no se les puede exigir lo que, aunque hoy sea  perfectamente normal, entonces no lo era.

La conclusión es evidente: el juicio moral de una determinada acción no puede realizarse en contra de las circunstancias concretas del tiempo y lugar. ¿Quiere esto decir, como afirma el relativismo, que no hay normas éticas absolutas y que todo depende del encuadre espacio temporal? De ningún modo, porque matar un inocente, robar o mentir, por ejemplo, son siempre actos condenables, en la medida en que violan principios éticos universales e intemporales.

La higiene, como el pudor, son siempre exigibles, pero deben ser evaluados en cada caso, según los patrones culturales vigentes. Hoy, no lavarse los dientes todos los días es, de hecho, censurable, pero no lo era en el tiempo de Adán y Eva, en que esa práctica ni siquiera existiría. Por otro lado, no era escandalosa la desnudez de ambos en el paraíso, pero sí lo era después de haber sido expulsados del Edén, como también sería la de alguna pareja que, de esa impúdica forma, tuviese ahora el mal gusto de exponerse públicamente.

Es recurrente, en los precipitados juicios que se hacen de los cristianos en la plaza pública, exigir a las generaciones pasadas una mentalidad moderna, lo que se revela tan anacrónico como censurar a Adán su falta de higiene oral. No quiere esto decir que el hombre primitivo fuese inimputable, porque Caín fue responsable de haber matado, por envidia, a su hermano Abel. También ahora, cualquier asesinato de un ser humano inocente –como en los casos del aborto provocado, homicidio, eutanasia, etc.- es siempre un gravísimo pecado y un horrible crimen.

El cristiano, como cualquier otro ciudadano, es también un ser histórico, para bien y para mal. La fe ilumina al creyente en cuanto a los principales deberes morales, expresados en el decálogo y en el sermón de las bienaventuranzas y, por eso, los santos son, a la par que otros justos de análoga sublime ética, el mejor exponente de la perfección moral. Pero también ellos son mujeres y hombres de su tiempo y no pueden ser juzgados al margen de esa su condición.

A los cruzados del anticatolicismo militante y a los modernos inquisidores, que continuamente juzgan y condenan a la Iglesia por su historia, no se pueden pedir las virtudes cristianas de la caridad o del perdón por los pecados de los fieles que nos han precedido. Pero se les debe exigir la justicia de no juzgar el pasado a la luz del presente ni culpabilizar a los cristianos del tercer milenio por los errores de los cruzados o por los excesos de los inquisidores. A cada hombre y generación le bastan sus propias faltas.

Sacerdote católico



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