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domingo, 1 de marzo de 2015

Manifestar la fuerza nos habita. San Ignacio de Antioquia



Hace unos días leía a una persona que reclamaba que se declarara a Cristo como un extremista peligroso. Daba razones, evidentes, basadas en la intolerancia que mostró ante la hipocresía de la sociedad en que vivió. En esta sociedad postmoderna cada vez es más difícil defender que tenemos unos principios sólidos que fundamentan nuestra vida. El relativismo ha invadido hasta a la misma Iglesia, en donde muchos reclaman la paz que proviene del mundo. La paz que proviene del pensamiento débil y la tolerancia desafectada. Hoy en día, se lapidaría al mismo Cristo, que sabía señalar la hipocresía que se esconde detrás de la paz postmoderna:

No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. ” (Mt 10, 34-37)


Entonces ¿Cómo puede ser el cristianismo una religión de paz? Esa pregunta se responde cuando nos damos cuenta de dónde está la verdadera paz y dónde está la paz aparente que nos ofrecen. La verdadera paz está en el enfrentamiento entre arrogancia y humildad, cólera y dulzura, blasfemias y oración. ¿Cómo es posible? Leamos lo que nos dice San Ignacio de Antioquía:(Seguir leyendo)

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