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domingo, 23 de noviembre de 2014

¿Una nueva revolución industrial?


 P. Gonçalo Portocarrero de Almada

Consideraciones a cerca de la “más antigua profesión del mundo”

Cuenta la leyenda, pero no la Biblia, que un viejo día Adán, aún en el paraíso, llegó tarde a casa. Eva, creada por Dios de una costilla marital, quiso saber las razones de la demora, pero Adán no supo justificar de forma convincente su retraso que, por así decir, no se debía a ningún motivo especial. Como Eva no quedase satisfecha con las explicaciones conyugales, después que el marido se hubo dormido, se puso a contar las costillas. Si faltase más de una, sería dría por supuesto la existencia en el Edén de más de una criatura femenina, posiblemente de mala vida!

Habrá quien diga que la profesión de la hipotética competidora de Eva es la más antigua del mundo. Pero no es verdad, porque el oficio más antiguo es el de Adán, que fue guarda forestal, o jardinero, en la medida en que fue encargado de guardar y cultivar el jardín del paraíso. La segunda profesión más antigua tampoco fue la de los rumores infamantes, porque Eva, creada después de Adán, fue doméstica. Las siguientes son la de pastor y de cazador, que sus hijos Abel y Caín ejercieron respectivamente.

Además, no sólo no es la más antigua, como tampoco es profesión alguna. Por muy hábiles  que sean en sus actuaciones, un estafador o un homicida no son, en sentido propio, profesionales. El acto de comerciar con el propio cuerpo tampoco tiene, ni puede tener, la dignidad de una profesión, precisamente por el carácter degradante de esa acción. Ningún derecho civilizado puede admitir tal comercio, ni reconocer, a quien lo ejerce, cualquier estatuto laboral. Tampoco debe haber cualquier protección  legal para quien tiene la indignidad de recurrir a él o, peor aún, para quien criminosamente se dedica su explotación.

Con todo, habrá quien hable de “quien trabaja en la industria del sexo” (PÚBLICO, 18-8-2014)! Así, como si se tratase de una “industria” cualquiera. O sea, ¡hay  quien trabaja en las industria del calzado, quien trabaja en la industria textil, quien trabaja en la industria de la restauración, quien trabaja en la industria cinematográfica y … quien trabaja en la industria del sexo! Quien ahí “trabaja” estaría, por tanto, equiparado, a efectos sociales y laborales, a los “colegas” que prestan servicio en las otras industrias. Siendo una “industria” como otra cualquiera, no sería ofensiva la posibilidad de que alguien ejerciera como funcionario, o tuviera una tal madre, y hasta sería honroso ser un industrial, o empresario, del ramo. Por este camino, poco faltaría para que se crease una orden profesional de la falsamente dicha más antigua profesión del mundo …

El discurso de quien reivindica derechos para estas “trabajadoras” es una falacia, porque tal exigencia, aunque finja una laudable preocupación social, esconde una inadmisible complicidad con la infamante realidad en que son obligadas a vivir esas mujeres. El problema de la esclavitud no se resuelve con su aceptación social, ni otorgándole algunos derechos sociales a los seres humanos que son privados de su libertad, sino con la erradicación  total de esa infrahumana condición y la persecución de todos los que, de ese modo, atentan contra la dignidad humana. El drama de la prostitución no tiene, tampoco, otra posible solución.

Si no es aceptable que los medios de comunicación social colaboren en el blanqueamiento de la explotación sexual, aunque sea bajo apariencia de una mera investigación antropológica, tampoco es comprensible que los agentes políticos toleren esta realidad social. De hecho, parece que las entidades oficiales poco hacen para ayudar a estas mujeres, o para castigar a los “empresarios” de esta tan rentable industria, cuyo “material”, al contrario de la droga, es siempre reutilizable.

Las instituciones de la Iglesia católica son, prácticamente, las únicas que, en el terreno, prestan un servicio efectivo a las víctimas de esta llaga social.

No es posible hacer de la tierra el paraíso que fue pero, como a Adán, también a nosotros nos ha sido dada la misión de guardar y cultivar este jardín. Importa preservar la naturaleza pero, más importante es la defensa de la ecología humana: cualquier ser humano debe ser respetado en su libertad y dignidad personal. Porque todas las personas son, sin excepción, imagen y semejanza del Creador.



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