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jueves, 26 de junio de 2014

Siete nuevos principios —y una clave— para educar aceptablemente

En el artículo precedente, podemos considerar otros que se derivan de ellos y, en última instancia, con ellos se identifican y casi coinciden entre sí. De ahí que no me haya esforzado en encontrar un determinado orden con preferencia a cualquier otro. En cierta manera, en los párrafos que siguen, «todo está en todo».1. Padres ejemplares… por amor 


«Primum vivere…»: más enseña la vida que cualquier teoría

Los niños tienden a imitar las actitudes de los adultos, en especial de los que quieren o admiran. En concreto, jamás pierden de vista a los padres, los observan de continuo, sobre todo en los primeros años. Ven también cuando no miran y escuchan incluso cuando están (o parecen estar) super-ocupados jugando. Poseen una especie de radar, que intercepta todos los actos y las palabras de su entorno.

Por todo lo anterior, escribe Javier Salinas: «Educar no es una cuestión de acumulación de conocimientos. Se trata más bien de ayudar a desarrollar armoniosamente todas las dimensiones que cualifican a la persona. Esto constituye el primer servicio a toda persona. Una realidad que supone sobre todo educadores, alguien a quien imitar, con quien confrontarse, y que puede ofrecernos posibilidades para alcanzar la meta de la educación que es el ejercicio de la libertad y la voluntad de comprometerse con aquello que es bueno, noble y justo. […] 
Por otra parte, no hay que olvidar que la educación es fundamentalmente imitación, conocimiento de valores y repetición de aquellas formas de comportamiento que hacen excelente a la persona.»

Algo similar recuerda J. S. Mill: «Lo que forma el carácter no es lo que un niño o una niña puede repetir de memoria, sino lo que ellos aprendieron a amar y admirar.»

Por eso los padres educan o deseducan, ante todo, con su ejemplo y, muy particularmente, con la orientación que impriman al conjunto de su existencia: en última instancia, o el amor propio o el amor a Dios (y, por Él, a todos los demás)
Coherencia eficaz… 

Además, el ejemplo posee un insustituible valor pedagógico, de incitación, de confirmación y de ánimo: 

1. No hay mejor modo de enseñar a un niño a tirarse al agua que hacerlo con él o antes que él. 

2. E igualmente a comer de todo (¡el «no me gusta» debería desterrarse de cualquier familia… comenzando por los padres!), a poner y quitar la mesa, el lavavajillas, a ir al supermercado…

3. A mantener en el hogar un tono de corrección, en el vestir y en el hablar, pongo por caso.

4. A controlar los enfados y las rabietas, a no volcar su mal humor sobre el primero que encuentre en su camino, a estar más pendiente de sus hermanos que de sí mismo, etc. 
[El test definitivo de la marcha de un hogar no es lo que un hijo esté dispuesto a hacer por sus padres —normalmente, si la familia «funciona», mucho o todo—, sino lo que uno de los hermanos es capaz de hacer por los restantes… sobre todo cuando la tarea en cuestión «le toca» a otro hermano.] 

Las palabras vuelan, pero el ejemplo permanece, ilumina las conductas, despierta… y arrastra
O ineficacia, e incluso daño

En el extremo opuesto, la incongruencia entre lo que se aconseja y lo que se vive, junto con la falta de amor recíproco —esposo-esposa—, son los mayores males que un padre o una madre pueden infligir a sus hijos.

Cosa que ocurre, sobre todo, a determinadas edades (la adolescencia, por ejemplo, pero también algunos años antes), cuando el sentido de la «justicia» se encuentra en los chicos rígidamente asentado, sobre-desarrollado… y dispuesto a enjuiciar con excesiva dureza a los demás.

¡Produce pasmo ver hasta qué extremos puede ser cruel y despiadado el juicio de un crío o una cría! (y, sin embargo, no debería asombrarnos; como decía Tomás de Aquino, «… la justicia, sin misericordia, es crueldad»).

Para ser padres ejemplares

Para evitar que esto pudiera suceder, o, dicho en positivo, si queremos ser unos padres ejemplares, existe una especie de precepto cuya importancia resulta imposible exagerar y al que, por eso, acudiré más de una vez. 
El mejor modo de mantener y fomentar la armonía de un hogar y el crecimiento de los hijos consiste en:

1. Reducir cuanto se pueda el número de normas por las que se rige su conducta: «tantas como sea necesario y tan pocas como sea posible», sugiere Murphy-Witt.

2. Hacer que esos criterios fundamentales respondan a la verdad y la bondad objetivas, y no a preferencias o caprichos de los cónyuges (de nuevo, la primacía del ser sobre la subjetividad). 

(Y, por consiguiente, han de cumplirlos tanto los padres como los hijos: también, pongo por caso, el empleo de la tele, del ordenador y artilugios similares, la visión de determinados programas, el-uso-y-no-abuso de bebidas alcohólicas o de caprichos culinarios… o, con los matices imprescindibles, la hora de volver a casa).

3. Lograr que en todo lo demás se respete exquisitamente la libertad y la iniciativa de los chicos (igual que, antes, las del cónyuge), aunque el modo como actúen, siempre que sea éticamente lícito, choque frontalmente con las preferencias del padre o de la madre… que, como vengo repitiendo, «no cuentan para nada». 

Lo que importa es el bien del hijo, no mis caprichos de padre o de madre
En resumen: unos cuantos criterios claros —muy pocos e inamovibles— y un exquisito respeto al modo de ser de cada cual.

Estabilidad

Insisto ahora en que, a pesar de lo que a veces pensemos y de lo que imponen ciertas modas ya un tanto desfasadas, los niños y adolescentes —más todavía que los adultos— necesitan de forma imperiosa unos puntos de referencia sólidos. De lo contrario, se tornan inseguros, vacilantes, indecisos… ¡y sufren inútilmente!
Como es lógico y vengo apuntando, establecer esos hitos es tarea de los padres en función de la realidad: del bien y de la verdad objetivos.
Por tanto, recuerda Murphy-Witt, «… es maravilloso que también se tengan en cuenta los intereses de los niños en la familia. Pero si se pueden negociar todas las reglas, todos los límites, todas las tareas, básicamente no hay nada válido. Todo fluye continuamente, en función de las ganas, del humor y de la forma en que se encuentren los padres. Así, los niños nunca saben a qué atenerse. Una democracia familiar de este tipo no fomenta ni la autonomía ni la seguridad en uno mismo. Al contrario, provoca inseguridad en los niños y en última instancia los deja al libre albedrío de los adultos. Al fin y al cabo, son mamá y papá los que deciden, y quizás incluso de forma autoritaria cuando no hay tiempo para discutir interminablemente. Entonces, el que antes se nombraba compañero a sí mismo, se convierte de repente en dictador, lo cual es muy difícil de entender para los niños. No es de extrañar, pues, que se rebelen y que no respeten lo que se ha establecido sin tenerlos en cuenta.» 
En este caso, el peligro suele venir, una vez más, de estar más pendientes de nosotros mismos que del bien real de nuestros hijos. 

Prosigue la autora alemana que acabo de citar: «Los padres que han sufrido en su propia infancia demasiada severidad, suelen pasar al otro extremo. Normalmente no se dan cuenta de que sus hijos sufren igual con esta laxa “no educación”. Puesto que si papá y mamá les conceden una libertad de decisión ilimitada a sus retoños, les están pidiendo demasiado. 

Simplemente todavía no pueden aceptar la responsabilidad de su vida, lo cual los hace más bien poco autónomos y para nada independientes. 

Los padres que se abstienen por completo en la educación, optan por su propia comodidad. Sus hijos los consideran con frecuencia indiferentes. “A ellos les da igual lo que haga”, creen muchos. La consecuencia es que intentan una y otra vez llamar la atención: discretamente con malas notas en el colegio, dolores de cabeza o trastornos alimentarios, o haciéndose notar más mediante peleas y conductas inquietas o agresivas. Así desafían a sus padres permanentemente para que tomen una determinación de una vez, para que les den el apoyo que con tanta urgencia necesitan.

Así pues, ¡se acabó conceder una supuesta libertad progresista y no inmiscuirse por comodidad! Los niños quieren que los eduquen. Para ello es necesario también que aprendan a tomar sus propias decisiones, pero en función de su edad y paso a paso, bajo la dirección paterna. Quien conduzca a su hijo cuidadosamente hacia este objetivo, podrá dejarle alguna vez con plena confianza toda la libertad de decisión respecto a sus propios intereses.» 

Las pautas que se establezcan en un hogar deben responder a la verdad y el bien objetivos, reales

2. Amar: animar y recompensar

Quererlos como son; es decir, como están llamados a ser; es decir, mejor de lo que son
Como antes apuntaba, solo un amor auténtico y desprendido sabe descubrir la verdadera grandeza y las aptitudes de cada uno de nuestros hijos y, sin necesidad de excesivas palabras, ponerlas ante su vista como el real-ideal al que han de aspirar. 

Por el contrario, cuando ese amor no es lo suficientemente hondo y desinteresado, fácilmente les trasmitiremos la impresión de que valen más bien poco… y les instaremos, sin advertirlo, a adecuar su comportamiento a esa imagen depreciada y empequeñecida.

Como dicen Faber y Mazlish, «… la actitud que subyace a sus palabras es tan importante como las palabras mismas. La actitud con la que prosperan los niños es la que comunica poco más o menos: “Eres básicamente una persona adorable y eficiente. Ahora mismo hay un problema que requiere tu atención. Una vez hayas tomado conciencia de él, lo más probable es que respondas responsablemente”.

La actitud que derrota completamente a los niños es la que comunica: “Eres básicamente irritante e inepto. Siempre te las ingenias para hacerlo todo mal, y este último incidente es una prueba más de tu absoluta incapacidad.»

Atender a cuanto de excelente hay en ellos

El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un maleducado, un egoísta, un vago que no sirve para nada, se creerá y será verdaderamente maleducado, egoísta, e incapaz de realizar tarea alguna… «aunque no fuera —suelo explicar, con una punta de ironía— sino para no defraudar a sus padres».

Así lo expone Samalin, referido a un caso concreto: 

«A veces, no nos damos cuenta de que un comentario o crítica antes del hecho concreto parece predestinar su ejecución. Cuando la madre de Jill estaba a punto de salir por la tarde, dijo a su hija: "Jill, quiero que seas buena niña y no molestes a tu hermanito cuando esté aquí la canguro". La madre de Jill esperaba que su hija se portara mal antes de que sucediera. Tal vez tuviese razón para suponerlo, debido al comportamiento habitual de Jill. Pero la niña oyó el mensaje oculto: "Mamá espera que tú lo molestes", y cumplió la profecía atormentando y haciendo llorar a su hermanito.»

Y agrega después la norma general:

«Con las mejores intenciones, muchos padres creen que conseguirán un cambio en sus hijos si les señalan lo que hacen mal. No obstante, lo triste del caso es que la crítica refuerza todavía más el mal comportamiento que intentamos corregir.
Los niños se toman de una forma muy personal las críticas que sus padres les hacen. Se sienten atacados por las personas por las que esperan ser admirados. Las críticas pueden, incluso, llegar a convencerles de que no pueden cambiar y […] verse a sí mismos perdedores en ambos sentidos. En otros casos, los ataques críticos hacen que los niños se pongan a la defensiva y respondan con hostilidad y desconfianza. Las críticas, con independencia del tipo que sean, no animan a los niños a cambiar.» 

Análogamente, si por una excesiva insistencia en sus defectos y una paralela ignorancia de lo que realiza bien, damos la impresión de que solo estamos con él para regañarle, seguirá actuando mal, incluso de forma inconsciente, con el único fin de recibir la atención que necesita.
Paradójicamente, cuando solo atendemos a lo que los chicos hacen mal, las regañinas se transforman en refuerzo psicológico para aquellos modos de obrar que pretendemos que eviten

Aceptación incondicional

Gottman y Silver lo explican con otros términos y tono, y lo aplican inicialmente al matrimonio, que es donde en primerísima instancia debe tener vigencia. Pero la idea que subyace a sus palabras es sustancialmente la que acabo de sugerir: la clave y el punto de partida de todo intento de ayudar a una persona consiste en aceptarla de manera incondicional, amarla… y hacérselo saber con el máximo cariño.

«La base para enfrentarse de forma efectiva a cualquier clase de problema es la misma: comunicar tu aceptación básica de la personalidad de tu compañero. 

Por nuestra naturaleza humana, es prácticamente imposible que aceptemos consejo de nadie a menos que sintamos que esa persona nos comprende. 
De modo que la regla básica es: antes de pedir a tu pareja que modifique su modo de conducir, comer o hacer el amor, debes hacerle sentir que la comprendes. Si alguno de los dos se siente juzgado, incomprendido o rechazado por el otro, no podréis enfrentaros a los problemas del matrimonio. Y esto se aplica tanto a los grandes problemas como a los nimios».

Y, ya en relación con los hijos, indican lo decisivo que resulta aceptar de forma incondicionada los sentimientos de una persona (como después veremos):

«Las personas solo pueden cambiar si se advierten aceptadas tal como son. Si nos sentimos criticados o poco apreciados, no podemos cambiar. Al contrario, al vernos asediados, nos atrincheraremos para protegernos.

En este aspecto, los adultos podríamos aprender mucho de las investigaciones realizadas con niños. Para inspirar en un niño una imagen positiva de sí mismo y habilidades sociales básicas, la clave es comunicarle que comprendemos sus sentimientos. Los niños crecen y cambian de forma óptima cuando reconocemos sus emociones (“Ese perro te ha asustado”, “Estás llorando porque te sientes triste”, “Pareces muy enfadado. Vamos a hablar de ello”), en lugar de menospreciarlos o castigarlos por sus sentimientos (“Es una tontería tener miedo de ese perro”, “Los niños mayores no lloran”, “En esta casa están prohibidas las rabietas. Vete a tu cuarto hasta que te tranquilices”). 

Cuando hacemos saber a un niño que sus sentimientos son legítimos, le estamos comunicando que es aceptado incluso cuando está asustado, triste o enfadado. Esto le ayuda a sentirse bien consigo mismo, lo cual hace posible el crecimiento y el cambio positivo. 

Lo mismo ocurre con respecto a los adultos. Para mejorar un matrimonio, tenemos que sentirnos aceptados por nuestra pareja.»
Es casi imposible que aceptemos consejo de nadie a menos que sintamos que esa persona nos comprende, nos aprecia o valora y nos ama

Confianza bien fundamentada

Por consiguiente, y de ordinario, es preferible que el chico tenga un poco de excesiva confianza en sí mismo, que demasiado escasa. 
Para lograrlo, hay que hacerle advertir que nuestro amor es —¡de veras: nunca por táctica!— incondicional, incondicionado e incondicionable, y que, aunque deseemos que dé lo mejor que sí, en ningún caso le retiraremos nuestro afecto si, por falta de fuerzas, de capacidad o de interés… ¡o por mala voluntad!, no alcanza tales niveles o incluso comete una o mil barbaridades.

(Y mucho más, cuando se trate de creyentes, hemos de hacerle ver que Dios lo ama sin condiciones, tal y como es, precisamente porque así lo ha creado… aunque cuente con su lucha para mejorar.)

El Amor divino —incondicional, incondicionado e incondicionable— es el auténtico fundamento de la autoestima de cualquier cristiano 
Ante los errores, descubrirles las virtualidades que guardan en su interior

En consecuencia, si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo. 
Mostrar al hijo que confiamos en sus posibilidades —lo que lleva consigo el esfuerzo previo de descubrirlas e incluso, si es el caso, de ponerlas por escrito y repasarlas con frecuencia, como antes dejé dicho… o pedir a nuestro cónyuge que «nos pase revista de ellas» cuando lo vemos todo negro— es para él un gran incentivo.

En efecto, el pequeño —como, con matices, cualquier ser humano— se encuentra impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas al respecto. 
Es cierto que los hombres somos los únicos seres que obramos no según lo que somos, sino lo que creemos que somos o, incluso, lo que creemos que creen que somos y, por tanto, lo que (creemos que) esperan de nosotros. 

Por eso, según recuerda un eminente pensador francés:

La clave de la educación consiste en ver y querer a aquel a quien amamos, en cada momento, un poco mejor de lo que en realidad es
[Aunque quizá luego vuelva sobre ello, conviene aclarar que ese «un poco», y no más, resulta trascendental. Si, por convencimiento errado o por equivocada estrategia, hacemos pensar a nuestro hijo que esperamos de él comportamientos tan extraordinarios que realmente lo superan, en lugar de animarlo a que mejore lo estaremos empujando hacia la desesperanza y la inacción: «puesto que nunca lograré hacer aquello que mis padres esperan de mí, y tenerlos así contentos, ni siquiera vale la pena que lo intente.»] 

Reconocer su valía como personas

La actitud positiva a que vengo aludiendo se concreta, también en estas circunstancias, en apreciar más lo que es —una ¡persona-persona!— que lo que hace… y actuar consecuentemente.

1. Seguir sus sugerencias. 

Por tales motivos, cuando un hijo apunta una observación correcta, incluso opuesta a la que nosotros acabamos de manifestar, no hay que tener miedo a darle la razón. 
No se pierde autoridad; más bien al contrario.
La ganamos, puesto que no la hacemos residir en nuestros puntos de vista, sino en la misma verdad objetiva de lo que se propone, en la grandeza de la persona del hijo, con independencia de su edad,… y en la calidad personal que con ese gesto —reconocer que el hijo tiene más razón que nosotros— ponemos de manifiesto (de nuevo el ser se sitúa por delante de la mera conciencia subjetiva).

2. Recompensas mesuradas

Al animar y elogiar es preferible anteponer el esfuerzo realizado (más cercano a lo que es) al resultado obtenido (más relacionado con lo que hace o logra): lo que importa es que el hijo se sienta cada día más a gusto por el hecho de ir mejorando, de ser progresivamente mejor persona, y no por lo que hace o tiene o recibe.

Como recuerda Samalin, en concordancia con el más sano sentido común:
«… un niño que se siente bueno, actúa bien con más facilidad.»

En principio, y en contra de una actitud hoy demasiado frecuente, de ordinario no se debe recompensar al niño —aunque sí elogiarlo— por haber cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo, si el conseguirlo no le ha supuesto un empeño muy especial. 

Un regalo por unas buenas calificaciones es deformante. De acuerdo con lo que acabo de apuntar, las buenas calificaciones, junto con la demostración de nuestra alegría por ese resultado, deberían ser ya un premio que diera suficiente satisfacción al niño.

Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo hecho que al resultado obtenido

Sin excederse en los premios… 

Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las gratificaciones, al menos, por otros dos motivos:

1. Por un lado, porque se le enseña a actuar no por lo que en sí mismo está bien, sino por la recompensa que él recibe: o, lo que es idéntico, a pensar más en sí (en su premio) que en los otros; en definitiva, a anteponer el amor propio desordenado al debido amor hacia los demás… que es donde se cumple la auténtica perfección de cualquier persona. 
(Dicho sin agresividad y con cariño: estos procedimientos sirven más para «adiestrar» o «domesticar» a nuestros hijos que para educarlos y hacerlos crecer humanamente).

2. Y además, porque cuando tales «premios» vinieran a faltar, el pequeño se sentirá decepcionado: recompensar reiteradamente lo que no lo merece, equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en que esa compensación esté ausente.

Pero reforzando sus buenas acciones con el elogio oportuno

La oportunidad del elogio oportuno la trataré en otro momento. Me limito ahora a copiar estos párrafos de un especialista: 

«A menudo, los padres no perciben la importancia del elogio y otra forma de aliento cuando los hijos se comportan adecuadamente. Es importante tener presente que el buen estado emocional de los niños requiere que tengan confianza en sí mismos, a la cual ayuda el reconocimiento que reciben de sus padres.»

A lo que agrega, en mayúsculas: «SU HIJO NECESITA DE SU ATENCIÓN. SI NO LA OBTIENE PORTÁNDOSE EN FORMA DESEABLE Y POSITIVA, LA BUSCARÁ PORTÁNDOSE EN FORMA INDESEABLE Y NEGATIVA. EL ELOGIO, EN EL VOLUMEN Y MOMENTO ADECUADOS, DEMUESTRA AL NIÑO LA ATENCIÓN Y LA PREOCUPACIÓN PATERNAS Y LO AYUDA A MANTENERSE EN EL BUEN CAMINO.»

De lo contrario, como ya dije, nuestras reprimendas se transforman en refuerzo psicológico justo para aquellos modos de obrar que pretendemos que eviten

En resumen 

Cuanto hemos considerado hasta el presente confluye en una ley básica: 
Educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre (superficialmente) contento y satisfecho, por tener cubiertos todos sus caprichos o deseos.

Consiste en descubrir y ayudarle a sacar de sí (e-ducir), con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en su interior y que lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal, haciéndolo, como consecuencia, muy dichoso.

Lo contrario, dejar de corregir a nuestros hijos a causa del sufrimiento que pueda originarnos el hacerlos padecer a ellos —¡supuesto que la corrección sea necesaria!—, es una manifestación de sensiblería blandengue y, al término, de egoísmo —nunca de buen amor— y una de las lacras que más daño provocan en los educadores y en los educandos en el momento actual.

Aplicado a un extremo particular, afirma Samalin: «Los padres pueden permitirse ser flexibles cuando han decidido que el tema no tiene la suficiente importancia como para dar pie a una batalla. No obstante, hay muchos casos en que los padres deben establecer unos límites claros, y seguir mostrándose estrictos en lugar de flexibles. En ese caso, uno puede mostrar autoridad frente al hijo; pero, al mismo tiempo, evitar un enfrentamiento.» 

Estimo de capital importancia luchar con todos los medios para superar el error teorético y práctico al que me he referido.

Pues, como ya sabemos:

Educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre satisfecho, sino ayudarle a crecer como persona

De ahí que, ya de manera más directa, una de las asignaturas que hemos de enseñar a nuestros hijos es, justo, la del sufrimiento ineludible. Lo confirma el matrimonio Robinson:

«Una enseñanza que solo sois capaces de darla vosotros en el hogar. Y, sobre todo tú, la madre.
Ser madre es enseñarles a saber sufrir. Por mucho que les protejas, tus hijos han entrado en un mundo lleno de contratiempos y penas. También a ellos les va a llegar la hora del dolor. No puedes dejarles inermes ante esa prueba.

No se trata de evitarles todos los sufrimientos. Bien sabes que no puedes. Se trata de ayudarles en lo inevitable. De hacer de ellos unos hombres y mujeres hechos y derechos.

Que, ante el dolor, sientan ellos vuestro apoyo y no, precisamente, vuestra irritación o desesperación. Que sientan vuestra cercanía junto con vuestra serenidad.

Que, en los momentos difíciles del hogar, no sean ellos testigos de histerias, alborotos o lamentaciones. Que no os vean reaccionar como fieras enjauladas ante la contrariedad. Que vean serenidad y dominio.

Las madres siempre han sido maestras en el sufrir. No dejéis de enseñarles esta lección; una de las más importantes para la vida.»

3. La autoridad, manifestación de «buen amor»

Autoridad razonable y razonada

Por lo mismo, para educar no son suficientes el cariño, el buen ejemplo y los ánimos. 
1. Es preciso también ejercer la autoridad (recuerden la distinción entre auctoritas y potestas). 

2. Y explicar siempre, en la medida de lo posible —¡y con la mayor brevedad!—, las razones que nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada.

Un apoyo sencillo a favor de la brevedad, con palabras de Faber y Mazlish: 

«Muchos padres nos han comentado cuánto aprecian esta táctica. Afirman que ahorra tiempo, sofocones y explicaciones tediosas.

Los adolescentes con los que hemos trabajado nos han dicho que ellos también prefieren el aviso escueto: “Esa puerta”, “El perro”, o “Los platos”, en el que hallan una grata liberación de las arengas usuales.

Según nuestro criterio, el valor de estas indicaciones lacónicas estriba en que en vez de una orden acuciante, damos al niño la oportunidad de ejercer su propia iniciativa y su propia inteligencia. Cuando nos oye decir “El perro”, tiene que pensar: “¿Qué ocurre con el perro? ¡Ah, claro! Esta tarde no lo he llevado a pasear. Será mejor que lo saque ahora”.»

Y otro, expresado con fuerza y buen humor, de Samalin: 

«¿Qué puedo hacer para que mi hijo me escuche?
Esta pregunta suele ser la primera que los padres plantean en mis cursillos. La respuesta es muy corta: hable menos. Los niños están tan habituados a las largas órdenes de los padres, que muy pronto se vuelven sordos a sus palabras. 

Como un niño dijo: "Cuando mi madre está en la segunda frase, yo me he olvidado ya de la primera". Otro niño comentó: "Mamá, siempre que te pregunto algo sencillo, me das una respuesta tan larga...". Si usted puede detenerse al final de la primera frase, verá cómo consigue respuestas más cooperativas, y evitará muchas peleas diarias.

Si usted consigue ceñirse a lo que yo llamo "orden de una sola palabra", se acostumbrará a ser breve.»

La seguridad de unas referencias claras

La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan difundida, se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por aquellos mismos que la han sufrido.

A los efectos, estimo muy valientes y oportunas las puntualizaciones de Diego Macià: «Hoy es frecuente oír hablar de “la desobediencia de los hijos”, pero es importante considerar que sería más adecuado hablar de “la falta de autoridad de los padres”, la falta de disciplina.

Muchos padres, por propia comodidad, o por temor a ser impopulares a los ojos de sus hijos, mantienen actitudes de concesión constante. Ceden ante cualquier petición de sus hijos. Esto, sin duda, será muy perjudicial para ellos, pues crecerán sin patrones adecuados de conducta y solo guiados por su libre albedrío.

Pero la autoridad y la disciplina, tan necesarias, no están basadas en el “Porque lo digo yo, que sé lo que te interesa y soy tu padre” o en el “Cuando seas mayor lo entenderás”, sino en el razonamiento, en la demostración, en la fuerza de la razón. Lo importante es conseguir ante nuestros hijos una “respetabilidad razonada”. Son autoritarios los que, careciendo de autoridad, tienen que apelar a la fuerza para imponer sus criterios.

Pensemos que el temor y el miedo nunca pueden ser formativos. Esta forma de actuar de los padres produce primero temor y posteriormente rebeldía en los hijos. El recurso a la fuerza, la bofetada continua, la amenaza constante, inhiben la capacidad de iniciativa del joven y debilitan su personalidad.

Los padres tienen como misión enriquecer, no anular, la personalidad de sus hijos. Educar es fomentar la creatividad, abrir sus mentes y ayudarles a ser libres. Nosotros, como padres, tendremos que ordenar las infinitas posibilidades de nuestros hijos, pero sin marcarles unilateralmente el camino.

Los padres tienen muchas veces que “mandar” a sus hijos, pero no todo el mundo tiene autoridad y se hace respetar. Siendo muy difícil educar sin inspirar respeto, los padres que no tengan autoridad personal la tendrán que aprender.»
En conclusión: el niño tiene necesidad de autoridad y la busca y nos la pide, aunque se niegue aparentemente —¡como es su «obligación»!— a reconocerlo. 

(Cada vez oigo con más frecuencia frases del estilo: «mis padres no me quieren —“pasan” de mí— porque me dejan hacer lo que me da la gana»; y las pronuncian chicos que protestan airadamente —como es su «deber»— cuando se les niega lo que han pedido.) 

Sería más adecuado hablar de “la falta de autoridad de los padres” (D. Macià)

Estables y predecibles

Insisto, porque se trata de un punto clave y bastante desatendido: un muchacho que no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación razonables y razonadas, se torna inseguro o nervioso. 

Advierte de nuevo Murphy-Witt: 
«… a los pequeños les falta por desgracia y con frecuencia la sensación de seguridad y estabilidad, también en familias en las que aparentemente todo marcha a la perfección. Ello se debe a que a menudo los propios padres provocamos la inseguridad de nuestros hijos mediante nuestra “pedagogía tambaleante” y nuestra inconsecuencia. Reglas formuladas hoy y que mañana ya no son válidas; límites que varían a discreción según el estado de humor y la presión temporal; consecuencias con las que se amenaza pero que nunca, o solo ocasionalmente, se llevan a cabo. Los padres que se comportan así provocan más bien la inseguridad de sus hijos y, de forma indirecta, los empujan a desafiar a mamá y a papá continuamente. ¡En absoluto se trata de una situación feliz para la familia! 
Los niños necesitan padres consecuentes, que sean estables, constantes y predecibles en sus reglas y decisiones, que hoy reaccionen igual que mañana y pasado mañana, que pongan límites con amor por el bien de su hijo y que insistan en que estos se respeten. Los niños necesitan padres fuertes que hayan encontrado su lugar en la vida y lo ocupen de forma inamovible, que no vayan permanentemente de un lado a otro, titubeen y vacilen, sino que sepan con exactitud qué quieren para sí mismos y para su familia. Con unos padres así los niños se sienten seguros y acogidos. Y solo así pueden ser de verdad felices.»

Los niños necesitan padres consecuentes, que sean estables, constantes y predecibles en sus reglas y decisiones

Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan siempre reglas que no deben ser transgredidas. 

Por lo demás, todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos… de los otros, cuando están malcriados, habituados a llamar siempre la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas.

Sin embargo, tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se sabe bien si imponerse o rebajarse a pactar y dejar hacer, para no correr el riesgo de tener una escena en público…, o acabar la cuestión con una explosión de ira y una regañina (que después deja más incómodos a los padres que al niño).

Un chico que no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación claras, se torna inseguro, nervioso y/o agresivo

Siempre las interferencias del yo

Pero ¡cuidado!, porque detrás de esta vacilación hay muy a menudo una extraña mezcla de miedos y prevenciones… y de amor propio: el horror a perder el cariño del chiquillo, el temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el pavor a que nos haga quedar mal o nos provoque daños materiales. 

En definitiva, aunque no lo advirtamos ni deseemos, nos queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo. De ahí que, si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo sincero y eficaz de ayudar al crío a reconocer los propios impulsos egoístas, la codicia, la pereza, la envidia, la crueldad, etc. (¿no la tienen sus hijos?; los míos y, sobre todo, yo, por supuesto que sí), no existiría esa sensación de culpa cuando se lo corrigiera utilizando el propio ascendiente.
Con base en lo expuesto hasta aquí, y aun cuando no esté de moda, es menester reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar sin ejercer la autoridad (que no es autoritarismo) y exigir la obediencia desde el mismo momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide.

E igualmente es importante que los padres, explicando siempre que la situación lo requiera —¡y con brevedad!— los motivos de sus decisiones, indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar, no dejando por comodidad caer en el olvido sus órdenes, ni permitiendo que los niños se les opongan abiertamente.

(Más adelante indicaré modos concretos de llevar a cabo estos consejos, así como algunos otros que ya han sido expuestos o enunciaré en lo que queda de escrito.

Copio, de momento, estas dos citas, referidas a situaciones muy distintas y de diverso alcance e importancia: el miedo a exigir y la falta de participación real en el dolor de los hijos, provocados ambos por una ausencia de buen amor.

1. Respecto al primer extremo, sostiene Aguiló: «Afecto no quiere decir exceso de indulgencia ni falta de exigencia, porque el afecto, cuando es verdadero, va unido a la exigencia. Y si uno quiere a su hijo debe exigirle, porque si no, en realidad no lo quiere, o al menos no lo quiere bien. Probablemente se quiere sobre todo a sí mismo, y mal querido. 
La gente que mima a sus hijos, en el fondo los mima por egoísmo, pues el cariño se manifiesta, entre otras cosas, en la exigencia, y cuando se mima a un hijo suele ser porque se busca lo gratificante de su presencia y de su fugaz satisfacción, o el alivio de no tener que exigirle, y eso indica falta de cariño verdadero.
No se le está queriendo de verdad, ya que se le está provocando una hipoteca muy grande en su vida, con la excusa de ese cariño. Y lo que se consigue con ese exceso de indulgencia es hacerle un desgraciado. 

Lo que digo es un poco fuerte, pero me parece que es así de triste y de duro: es una verdadera tragedia que padres buenos hagan a sus hijos desgraciados por no exigirles, y que encima piensen que eso es una manifestación de cariño, cuando es más bien una manifestación de debilidad o de egoísmo.»

2. Y, en relación al segundo, los ya citados Zattoni y Gillini: «… el adulto impermeable al sufrimiento de un niño es un adulto que se defiende, un adulto que está centrado en sí mismo, apresado totalmente por sus propios dramas y sus propios deberes; ciertos sufrimientos del niño que le ha sido confiado podrían anular sus puntos de apoyo, sus seguridades, las “recetas” en las que cree.
El adulto sano y flexible, en cambio, le permite al niño vivir su dolor, sabiendo —como ya hemos dicho más arriba— que no lo aplastará y poniendo en práctica para ello toda una serie de apoyos y acompañamientos que activan los recursos del niño.»)

Nos queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo
Las normas imprescindibles… ¡y punto!

Como consecuencia, según ya advertí, un criterio básico en la educación del hogar es que:

1. Deben existir muy pocas normas y muy fundamentales y nunca arbitrarias, sino adecuadas al ser de la realidad: a lo que, en cada caso y circunstancia, es bueno o malo, conveniente o dañino.


2. Hay que lograr que siempre se cumplan.

3. Y dejar una absoluta libertad en todo lo opinable, aun cuando las preferencias de los hijos no coincidan con las nuestras.

Y la razón, que antes no expuse, es que, de nuevo en virtud de su singularidad personal, ¡ellos gozan de todo el «derecho» —o más bien, de la obligación— de llegar a ser aquello a lo que están llamados… y nosotros no tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de nuestro propio yo, a hacerlos «a nuestra imagen y semejanza»!, como fotocopias o calcomanías.

A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin saber bien por qué, qué es lo que encierra de malo; sino solo por impulso, por las ganas de estar tranquilos o de «afirmarnos»… o porque uno se siente nervioso y todo le molesta. 

Se compromete así la propia autoridad sin necesidad alguna, abusando de ella, y se desconcierta a los muchachos, que no saben por qué hoy está vedado lo que ayer se veía con buenos ojos.

Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento, de juego inventivo y de libertad. Interviniendo de manera continua e irrazonable se acaba por hacer de la autoridad algo insufrible. Como aquella madre de la que se cuenta que decía a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a ver que están haciendo… y prohíbeselo». 

No tenemos ningún derecho a hacer a nuestros hijos «a nuestra imagen y semejanza»
Ni una sola orden que no se haga cumplir afablemente

Por otro lado, la convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas posee una extraordinaria eficacia, y, además de simplificar en gran medida nuestra actividad formadora y de ayudar a no «quemarnos», consigue a menudo calmar las rabietas o hace que no lleguen a producirse. 
Como ya he insinuado, lo más opuesto a esto es repetir veinte veces la misma orden —lávate los dientes, dúchate, vete ya a dormir…— sin exigir, con la misma suavidad que decisión, que se cumpla de inmediato: provoca un enorme desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las madres, que suelen pasar mayor parte del día bregando con los críos, al tiempo que disminuye o elimina la propia autoridad.

(Por consiguiente, antes de mandar algo o de imponer un castigo, conviene «pensar dos veces» —¡al menos!— si uno está en condiciones y dispuesto a hacerlo cumplir… aunque eso suponga la molestia de levantarse, dejar lo que me ocupaba o distraía, tomar al crío o la cría de la mano y, con idéntica calma y paz que determinación, sin elevar el tono ni perder la compostura, «hacer que haga lo que debe hacer».)

Y todavía resulta más dañino que la madre pronuncie el fatídico «¡te he dicho mil veces…!», «tire la toalla» y amenace al chico con lo que va a suceder «cuando venga tu padre». 

Con esa conducta, y sin pretenderlo en absoluto:

1. Transmite el mensaje de que ella (que ha repetido ¡en mil ocasiones! un mismo mandato sin resultado alguno) no goza de capacidad para dirigir ese hogar.

2. Además, transforma al marido en una suerte de ogro, encargado fundamentalmente de castigar las malas actuaciones de los hijos…

3. O lo convierte en un irresponsable, porque no puede o no quiere o no sabe corregir aquella actuación que ni ha presenciado ni a veces es oportuno censurar después de tantas horas desde que fue llevada a cabo: ya que —a causa del tiempo transcurrido— difícilmente el muchacho, sobre todo si es muy pequeño, establecerá la relación adecuada entre su mal comportamiento ya casi olvidado y la punición de ahora, que advertirá como un arbitrio.
La convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas posee una eficacia inigualable

Al contrario:

«Ceder ante las presiones, caprichos o malhumores de los hijos es transmitirles el mensaje de que no se puede con ellos, haciéndoles el flaco servicio de dejarlos a la deriva de sus impulsos temperamentales, sin hacerles ver que una sólida personalidad se construye luchando por adquirir virtudes» (Lyford-Pike).

Afablemente, amablemente, sin perder nunca la paz

Vale asimismo la pena estar atentos al modo como se da una indicación. 

1. Quien ordena secamente o alzando sin motivo el volumen de la voz deja siempre traslucir nerviosismo y poca seguridad. 

2. Un tono amenazador suscita con razón reacciones negativas y oposiciones. 

2.1. Demos las órdenes o, mejor, pidamos por favor, con actitud serena y confiando claramente (¡de veras!, no por táctica) en que vamos a ser obedecidos. 

2.2. Reservemos los mandatos estrictos para las cosas muy importantes… 

2.3. ¡Y evitemos de raíz los gritos y la pérdida del propio control! 

Para la mayoría de las peticiones resultará preferible utilizar una forma más blanda: «¿serías tan amable de…?», «¿podrías, por favor…?», «¿hay alguno que sepa hacer esto?» (o mejor aún, más breve, según explicaré).

De este modo, se estimulará a los críos para que realicen elecciones libres y responsables, y se les dará la ocasión de actuar con autonomía e inventiva, de sentirse útiles… y experimentar la satisfacción de tener contentos a sus padres.
De nuevo con palabras de Lyford-Pike: 

«Mantener la calma sin perder la compostura ante los caprichos de los hijos multiplica la eficacia de la educación a la vez que les transmite un modelo atrayente de personalidad que les servirá para toda la vida.»

Y con el refuerzo proporcional

A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del acostumbrado; convendrá entonces crear un clima particularmente favorable. 

1. Si, por ejemplo, sabéis que vuestro cónyuge está particularmente cansado o lo atenaza una jaqueca insufrible, hablaréis a solas con el niño y le diréis: «Mamá (o papá) tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un empeño especial para hacer el menos ruido posible…» 

2. Quizá sea acertado darle una ocupación, y dirigirle una mirada cariñosa o una caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos… sin olvidar que en este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas para que el niño cumpla su obligación.


Firmeza, por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero dulzura extrema en el modo de sugerirla, reclamarla… o imponerla.

http://es.catholic.net/familiayvida/158/320/articulo.php?id=34617

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