Breaking

Saludos, para todos los pensadores serios.


__________________________________________________________________________________

 

Bienvenidos a esta página web 

Haz click para donar colabora con esta web

____________________________________________________________________________________    


Lo último de blogs

__________________________________________________________________                               

Juan Carlos Monedero:  Sobre Ramos                     

_______________________________________________________________________________ 


 Las ultimas entradas de esta web  

 ________________________________________________________________

sábado, 14 de junio de 2014

Consumo cristiano del mundo de la comunicación

–Todo lo que hoy escribo recuerda los principios cristianos que deben regular nuestro uso de las redes sociales, publicaciones, internet, televisión y, en general, nuestro consumo del mundo informativo. De su aplicación concreta trataré en el próximo artículo. Dios mediante

La dietética espiritual, es decir, la alimentación de la mente y del corazón por las lecturas y otros medios de comunicación debe ser considerada con una atención máxima en la ascesis cristiana, y de modo muy especial en nuestro tiempo. Nunca el hombre había tenido acceso a una tal inmensidad de noticias, textos e imágenes del mundo visible, que están solicitándole en todo lugar –casa, oficina, taller, campo, viajes– y por tantos medios diversos –teléfono, radio y televisión, periódico y revista, internet, vídeos, ordenadores grandes y chicos, y en tantos terminales informáticos hoy en uso–. El asunto es muy grave y complejo, y en este artículo trataré de recordar algunos principios espirituales más importantes que deben gobernar el consumo cristiano del mundo de la información.

–La estudiosidad es una virtud que regula en el hombre, de modo racional y libre, su deseo de crecer en el conocimiento (cf. Santo Tomás, STh II-II,166). Al ser imagen de Dios, hay en el hombre una tendencia congénita hacia la sabiduría, hacia el conocimiento siempre mayor de la verdad en los muy diversos campos del saber. Esta virtud perfecciona grandemente al hombre, pues al mismo tiempo que ilumina su entendimiento, conforta también su voluntad: «la verdad os hará libres» (n 8,32). El que no sabe es como el ciego, que camina a tientas, siempre en riesgo de perderse o de golpearse con las cosas o de caerse. El que no sabe lo que debiera saber vive sujeto al mundo –a los pensamientos y caminos de los hombres–, a las inclinaciones variables de su carne –no piensa con la cabeza, sino con el corazón… o con el hígado–, y en alguna medida está cautivo del demonio, padre de la mentira. Es el conocimiento de la verdad lo que nos hace hombres y hombres libres.

Muchos son los que destrozan sus vidas por falta de conocimiento. «Perece mi pueblo por falta de conocimiento» (Os 4,6). «No saben lo que hacen» (Lc 23,34). Y no sólo se mantienen ignorantes en los saberes naturales, sino lo que es más grave, ignoran a Dios, ignoran sus pensamientos y caminos, y se interesan únicamente por las cosas más triviales del mundo visible. Descuidando habitualmente el conocimiento de las verdades espirituales más altas, se imbecilizan y se pierden. Terminan dando culto a la criatura, en lugar de al Creador, que es bendito por los siglos (Rm 1,18-26).

La virtud de la estudiosidad puede verse frenada por la pereza, que no se esfuerza con perseverancia en adquirir los conocimientos debidos según las posibilidades personales; puede desviarse por la vanidad y el orgullo, orientándose hacia conocimientos prestigiosos, pero muchas veces inútiles o incluso malos; y puede ceder viciosamente a la insaciable curiosidad, por la cual los hombres quedan llenos de conocimientos inútiles e ignorantes de los más necesarios: «alardeando de sabios, se hicieron necios» (Rm 1,22). Ésta es, quizá, una de las tentaciones más peligrosas de nuestro tiempo:

–La vana curiosidad es el vicio que orienta al hombre hacia el conocimiento de cosas inútiles o perjudiciales, manteniendo habitualmente su atención cautiva en ellas (STh II-II,167). Es sin duda una de las principales causas de la ignorancia humana. Al contrario de la estudiosidad, la curiosidad desordenada hace que el hombre se deje llevar por el mundo (propaganda, publicidad, amigos, asuntos actuales, temas de moda, un libro, un viaje, televisión, internet, periódicos, etc. lo que sea), por la carne (lo que le apetece, lo que le prestigia y le da dominio sobre los otros, lo que le resulta más gratificante, lo que no le exige pensar, reflexionar, meditar, llenar lagunas en el conocimiento) y por el diablo, que sólo tienta directamente al hombre cuando éste se ha liberado ya, con la gracia, de carne y mundo, y no puede ya tentarlo por medio de ellos.

Siempre ha existido la vana curiosidad, sin duda, y San Juan apóstol la denuncia como una forma de avidez insaciable de criaturas: «no améis al mundo, ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero–, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo» (1Jn 2,15-16). San Agustín comenta que «la concupiscencia de los ojos hace a los hombres curiosos» (De vera religione 38). Y los hace también ignorantes, soberbios y lascivos (Mt 5,28).

Así ha sido siempre. Pero las condiciones nuevas desarrolladas en el mundo moderno ocasionan que la curiosidad desordenada sea hoy una de las más graves tentaciones del hombre y del cristiano: uno de los caminos de perdición más frecuentados.

Cuando el apóstol San Pablo visita Atenas para predicar el Evangelio, halla en la capital intelectual de la época una tropa de curiosos insaciables: «todos los atenienses y los forasteros allí domiciliados no se ocupan en otra cosa que en decir y oír novedades» (Hch 17,21). Por el ágora de Atenas pasan innumerables filósofos, artistas, sofistas, religiosos exóticos, exponiendo cada uno sus teorías, experiencias y doctrinas. Pero los atenienses, gravemente afectados de relativismo escéptico, es decir, enfermos mentales, son ya incapaces de reconocer la verdad objetiva y de adherirse a ella firmemente. Por eso escuchan cortesmente a San Pablo, pero cuando llega él a proclamarles la Palabra divina sobre la resurrección de los muertos gracias a Cristo, «unos se echaron a reír, otros dijeron: “te oiremos sobre esto en otra ocasión”. Y así salió Pablo de en medio de ellos» (17, 33-34). Hartos los atenienses de vanos conocimientos humanos, se cerraron al conocimiento de Dios y de la sabiduría divina del Evangelio.

Santo Tomás, en el artículo citado, trae de los Santos Padres severas denuncias contra la curiosidad malsana. Así San Jerónimo se lamenta de ver que los mismos cristianos, ignorando la más alta sabiduría de la fe, se pierden en el conocimiento de cosas inútiles: incluso «vemos que los sacerdotes, después de haber abandonado los Evangelios y los Profetas, leen comedias y cantan frases amatarias de versos bucólicos» (Epist. 146 ad Damas: de filio prodigo). San Agustín se lamenta de que «hay quienes, dejando a un lado las virtudes y no sabiendo qué es Dios y cuánta es la majestad de la naturaleza que subsiste siempre del mismo modo, creen que hacen algo grande si estudian con la mayor curiosidad y la más viva atención toda esa mole del cuerpo que llamamos mundo» (De moribus Eccl. 21). 

La verdad nos hará libres. Ya San Pablo era muy consciente de que los cristianos ignorantes de la sabiduría divina, la que deben tener como hijos de Dios, quedan a merced de las mentiras del mundo que les envuelve: «estad, pues, alerta, ceñida la cintura con la verdad… Tomad el yelmo de la salvación y empuñad la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. Embrazad en todo momento el escudo de la fe, de modo que podáis hacer inútiles las flechas incendiarias del Maligno. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con constancia, y suplicando por todos los santos» (Ef 6,13-18). «Mirad que nadie os engañe con filosofías y vanos sofismas, según la tradición de los hombres, y no según Cristo» (Col 2,8). Y «no seáis como niños, que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina, por el engaño de los hombres» (Ef 4,14). El conocimiento de la verdad nos hace fuertes y libres. Y la vana curiosidad nos mantiene débiles y cautivos.

* * *

–La ascética del entendimiento y de la memoria es de sumo valor espiritual. La configuración del cristiano según Cristo, por obra del Espíritu Santo, es realizada por la fe, que purifica y eleva el entendimiento, por lacaridad que hace lo mismo con la voluntad, y por la esperanza que santifica la memoria. Se suele hablar de la ascesis de la voluntad, pero muy poco de la ascética que regula la actividad del entendimiento y de lamemoria. Pocos autores cristianos han tratado de este tema con tanta luz como San Juan de la Cruz en laSubida al Monte Carmelo (libros IIº y IIIº). Especialmente trata de la ascesis de la memoria en un modo difícilmente superable. De su doctrina hicimos Rivera y yo un resumen en Síntesis de Espiritualidad Católica (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2008, 7ª ed.). De ese libro transcribo lo que sigue:

«La memoria del hombre carnal es un completo desorden, apenas tiene dominio de sí misma, no está libre, no sabe recordar u olvidar, según conviene, está a merced de todo visitante, deseado u odiado, como una casa abandonada, de la que se arrancaron puertas y ventanas, en la que cualquiera puede entrar; como un jardín sin jardinero, lleno de malezas.

«La memoria desordenada y carnal deja al hombre cerrado a Dios, inquieto y turbado por cientos de cosas secundarias, y olvidado de lo único necesario (Lc 10,41); queda el hombre incapaz de oración y de meditación, olvidado de Dios y del cielo. Lo deja cerrado al prójimo, encerrado en sí mismo y en sus cosas, incapaz de pensar en los otros y acogerlos con tiempo y atención. Lo deja alienado del presente, perdido en recuerdos inútiles de un pasado ya pasado, o perdido igualmente en vanas anticipaciones de un futuro inexistente e incierto. Lo deja vulnerable al influjo del Diablo, que “tiene gran mano en el alma por este medio, porque puede añadir formas, noticias y discursos, y por medio de ellos afectar al alma con soberbia, avaricia, ira, envidia, etc., y poner odio injusto, amor vano, y engañar de muchas maneras; y además de esto, suele él dejar las cosas y asentarlas en la fantasía de manera que las que son falsas parezcan verdaderas, y las verdaderas falsas” (3Subida 4,1). En fin, la memoria carnal, abandonada a sí misma, hace del hombre un excéntrico, pues desplaza su atención de lo central, quedando habitualmente absorto en las cosas más triviales y secundarias. Todo esto hace que el hombre esté “sujeto a muchas maneras de daños por medio de las noticias y discursos, así como falsedades, imperfecciones, apetitos, juicios, perdimiento de tiempo y otras muchas cosas, que crían en el alma muchas impurezas” (3,2)» (pgs. 225-226).

–Algunas normas para purificar y liberar la memoria por la esperanza. Sigo especialmente la enseñanza de San Juan de la Cruz, que entiende por memoria no sólo la facultad intelectual que recuerda, sino aquello que más ocupa la atención de la persona.

1.–Pedir a Dios la liberación de la memoria. Ésa es la norma más importante y eficaz. «Aparta mis ojos de las vanidades, dame vida con tu Palabra» (Sal 118,37).

2.–Ejercitarse en la oración continua, evitando la disipación de la mente. La persona centrada siempre en Dios no se pierde en la selva del mundo, sino que por todas partes camina rectamente hacia su fin, que es Dios, dirigido por la fe, la esperanza y la caridad, es decir, por el Espíritu divino. La oración de todas las horas, la guarda de la presencia de Dios, la oración continua, de la que hablé en el anterior artículo, mantienen el alma centrada en Dios.

Santa Teresa, como todos los maestros cristianos, enseña a evitar la disipación, que desparrama sin control los sentidos y la atención de la mente: «gran daño nos hace andar derramados… ¿Puede ser mayor mal que no nos hallemos en nuestra misma casa?» (1Moradas 9). El recogimiento de los sentidos y de la mente es igualmente necesario para laicos y religiosos, aunque habrán de vivirlo en modalidades distintas. Por el recogimiento se guarda la persona por el amor siempre atenta a la presencia de Dios en su alma. Sigue Santa Teresa: «dice San Agustín que le buscaba [a Dios] en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí [Confesiones 10,27]. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada [disipada] entender esta verdad y ver que no ha menestar para hablar con el Padre Eterno ir al cielo?»… «Ha de ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped [no olvidarse, no echar de menos]; sino con grande humildad hablarle como a padre, regalarse con Él como con padre, entendiendo que no es digna de serlo» (Camino 46,2). Eso es «el recogimiento, porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios» (47,1).

3.–Limitar la avidez de noticias e imágenes. Esta sobriedad en la alimentación del alma, como he dicho, habrá de ser vivida muy especialmente en nuestro tiempo, pues nunca el mundo ha tentando al hombre tan continuamente hacia el diversión y la disipación. Hemos de auto-limitar las fuentes de nuestras noticias e informaciones, según nuestra vocación y nuestras necesidades reales, no aceptando y consintiendo una sobrealimentación del alma que la agobia, la distrae, la cansa y le impide levantar el vuelo con las dos alas de la caridad: el amor a Dios y el amor al prójimo. «Si tu ojo te escandaliza, sácatelo» (Mt 5,29). Limitar la avidez de noticias, textos, acciones, imágenes.

4.– a la hora de aprehender nuevos objetos de conocimiento y de introducirlos por los ojos y oídos en la mente y el corazón: 1.–tener en la mente lo que realmente quiere Dios providente que tengamos, según nuestras necesidades y obligaciones: no más, ni menos, ni otras cosas; 2.–tener como si no tuviéramos eso que poseemos (televisión, ordenador, internet, móvil, y todo lo demás, campo, oficina, coche, etc. Cf. 1Cor 7,29-31); es decir, tenerlo todo con perfecta libertad, sin que nunca nos veamos poseídos por lo que poseemos, pues ello nos llevaría necesariamente a faltar al amor de Dios y del prójimo. Y en la duda, 3.–no tener o tener menos: «yo os querría libres de cuidados» (ib. 32). Santa Teresa: «mirad siempre con lo más pobre que pudiéredes pasar, así de vestidos como de manjares» (Meditacion Cantares 2,11). En la duda, lo más pobre en todo: vestidos, manjares, viajes, aparatos electrónicos, lo que sea. Los mundanos tienden siempre a tener más; los cristianos, tener menos; lo estrictamente necesario.

El cristiano vive la pobreza evangélica de noticias e imágenes según su vocación y estado. No es absolutamente necesario, ni ciertamente conveniente, que la memoria, con la rapacidad de una urraca, reúna en su nido toda clase de noticias y conocimientos de cuanto sucede en su casa, en su oficina o taller, en su pueblo, en el mundo entero. Por el contrario, la memoria del hombre carnal es insaciable: no se cansa de ajuntar noticias e imágenes mediante diarios y revistas, televisión, radio, internet, correos electrónicos, facebook, teléfono, mensajes cortos (sms), smart-phone, skype, hangaut, twitter, google+, etc. No se cansa: mejor dicho, se cansa, y cuanto más acumula, más vacía se encuentra. La oración continua, a la que estamos llamados, es imposible sin esa purificación de la memoria. Y es ella, la oración continua, la que libera y santifica la memoria, porque «cuanto más el alma desaposesionare la memoria de formas y cosas memorables que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para esperar de él el lleno de su memoria» (3Subida 15,1).

4.–No consentir en preocupaciones, en vanos pensamientos, en deseos persistentes (los logismoi, que decían los monjes primeros). No con-sentir, es decir, que la voluntad y la memoria no estén autorizadas a mantenerse cautivas de esos pensamientos e imágenes. Son para la persona realmente cadenas; pero se consideran muchas veces como pulseras o collares preciosos. Por el contrario, son malos pensamientos, como los de lujuria o los de odio, que, con el auxilio de la gracia, han de ser combatidos y expulsados del alma mediante la oración de petición y el empeño de la voluntad.
Objetará alguno: «es que no me lo puedo quitar de la cabeza». Pero ya en esa misma frase se está expresando que la memoria de la persona está cautiva de algo, y no goza de «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8,21), en la que debe mantenerse. Ciertamente, debemos ocuparnos de las cosas, pero no pre-ocuparnos, si queremos ser fieles al Señor, que claramente nos manda: «no os preocupéis» (ver completa la parábola de los lirios y los pájaros, Mt 6,25-34).

–La ascesis de la memoria sólo causa provechos, y ningún daño. Ya San Juan de la Cruz prevé esta objeción: «Dirá alguno que bueno parece esto; pero que de aquí se sigue la destrucción del uso natural y curso de las potencias [de la memoria, concretamente], y que quede el hombre como bestia, olvidado, y aún peor, sin discurrir ni acordarse de las necesidades y operaciones naturales; y que Dios no destruye la naturaleza, antes la perfecciona» (2Subida 2,7).

Por el contrario, la memoria de los cristianos es santificada por la esperanza, y «el espíritu de Dios les hacesaber lo que han de saber, y ignorar lo que conviene ignorar, y acordarse de lo que se han de acordar yolvidar lo que es de olvidar, y las hace amar lo que han de amar y no amar lo que no es en Dios. Y así todos los primeros movimientos de las potencias de las tales almas son divinos; y no hay que maravillar que los movimientos y operaciones de estas potencias sean divinos, puestán transformadas en ser divino» (ib. 2,9). Simplemente, operari sequitur ese. El modo de obrar de las cosas fluye de su propio ser.

Bien sabe el Doctor místico que, en efecto, la gracia sobrenatural no destruye la memoria –ni ninguna otra de las facultades naturales del hombre–, sino que la sana de su caos morboso y la eleva a su centro propio, que es Dios, y en él la mantiene. Por tanto, la ascesis de la memoria no deja al hombre desmemoriado, alelado, pasmado y olvidado de todo, sino que por la esperanza se ordena y se libera de andar zarandeado continuamente por las llamadas cambiantes de lo efímero: cautivo de lo trivial y olvidado de Dios.

–«Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor». Así decimos los cristianos al iniciar la plegaria eucarística. Y lo decimos porque eso intentamos y eso es lo que pedimos al Señor, esperando que nos lo conceda, pues realmente nos ha llamado Él a esa elevación del corazón sobre todo el mundo visible, centrándolo en Dios por la atención de la mente y el amor del corazón. Y no es ésta, meramente, una enseñanza peculiar de ciertos autores o escuelas espirituales, como San Juan de la Cruz. En esa doctrina Dios revela la vocación y misión de todos los cristianos, no sólo de los monjes y contemplativos.

«Si fuisteis resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos juntamente con él» (Col 3,1-4). Por eso nosotros «no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno» (2Cor 4,17). «Hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas. Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador, el Señor Jesucristo» (Flp 3,18-20).

Sin embargo, muchos cristianos, incluso fervorosos y practicantes, ignoran en la práctica esta vocación que es suya y propia, tantas veces enseñada por la Escritura sagrada y los maestros espirituales. Por todos los medios y las vías a su alcance, con gran daño rellenan, colman, ahítan, repletan, hartan sus almas en un consumo insaciable de criaturas, noticias, imágenes, quedándose así cada vez más vacíos de Dios, es decir, más vacíos.

Es el lamento de San Juan de la Cruz: «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos, y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y gloria [noticias, relaciones, televisión, internet, aparatos, informes, reportajes, entrevistas, imágenes, etc.], os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Cántico espiritual 39,7).

Santa Teresa de Jesús, en el libro de Las Moradas del Castillo interior, da esa misma doctrina. El alma es como un maravilloso castillo de cristal, edificado en círculos concéntricos –como solían ser los antiguos castillos–, y en la morada más central es donde mora Dios. La plena unión con Dios se produce, pues, cuando, bajo la acción de la gracia, la persona entra en sí misma, es decir, entra a vivir con Dios en la cámara central… Pero la mayoría de los cristianos viven, por decirlo así, fuera de sí mismos, derramados los sentidos y pensamientos en las cosas del mundo temporal y visible.

«No hallo yo cosa con que comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad… Basta decir Su Majestad que es hecha a su imagen para que apenas podamos entender la gran dignidad y hermosura del ánima» (1Morada 1,1). Sin embargo, «hay muchas almas que están en la ronda del castillo [es decir, fuera de él] –que es donde están los que le guardan– y que no se les da nada entrar dentro, ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar, ni quién está dentro, ni aun qué piezas tiene» (1,5). «Decíame poco ha un gran letrado que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con parálisis o tullido, que aunque tiene pies y manos, no los puede mandar. Que así son, que hay almas tan enfermas y mostradas a estarse en cosas exteriores, que no hay remedio ni parece que pueden entrar dentro de sí; porque ya la costumbre la tiene tal de haber siempre tratado con las sabandijas y bestias que están en el cerco del castillo, que ya casi está hecha como ellas, y con ser de natural tan rica y poder tener su conversación nada menos que con Dios, no hay remedio» (1,6). Sin embargo, si alguna vida espiritual tienen, «aunque están muy metidas en el mundo, tienen buenos deseos y alguna vez –aunque de tarde en tarde– se encomiendan a nuestro Señor y consideran quiénes son, aunque no muy despacio» (1,8).

Por otra parte, «habéis de notar que en estas moradas primeras aún no llega casi nada la luz que sale del palacio [interior] donde está el Rey… Clara está la pieza, mas él [el cristiano incipiente, todavía mundano] no lo goza por el impedimento y cosas de estas fieras y bestias que le hacen cerrar los ojos para no ver sino a ellas… [Por eso] Conviene mucho para haber de entrar en las segundas moradas, que procure dar de mano a las cosas y negocios no necesarios, cada uno conforme a su estado; que es cosa que le importa tanto para llegar a la morada principal» (1,14).

Nuestro Señor «es muy buen vecino, y es tanta su misericordia y bondad que aun estándonos nosotros en nuestros pasatiempos y negocios y contentos y baraterías del mundo, y aun cayendo y levantando en pecados (porque estas bestias son tan ponzoñosas y peligrosa su compañía y bulliciosas, que por maravilla dejarán de tropezar en ellas para caer); con todo esto, tiene en tanto este Señor nuestro que le queramos y procuremos su compañía, que una vez u otra no nos deja de llamar para que nos acerquemos a Él. Y es esta voz tan dulce que se deshace la pobre alma en no hacer luego lo que le manda» (2,2). En fin, «la puerta para entrar en este castillo es la oración. Pues pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, conociéndonos y considerando nuestra miseria y lo que debemos a Dios, y pidiéndole muchas veces misericordia, es desatino» (2,11).

Pobres aquellos cristianos, creados por Dios para grandezas como las que estas páginas de Santa Teresa describen, que obcecados en los pasatiempos y baraterías del mundo, quedan miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos.

José María Iraburu, sacerdote. 

Post post.–Nótese que en todo el planteamiento de este artículo he considerado que el cristiano se cierra a Dios cuando abre demasiado sus sentidos y su mente a una invasión de criaturas. Pero me he referido sólo al exceso en la atención y posesión de criaturas buenas. «Marta, Marta, tú te inquietas por muchas cosas» (Lc 10,41), todas ellas buenas. Pues bien, a fortiori el hombre se verá privado de una mayor unión con Dios cuando las cosas que ocupan demasiado sus sentidos y su mente son malas, por ejemplo, la pornografía… Que por cierto, sobreabunda actualmente en los medios de comunicación, especialmente en la televisión y en internet. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Espero comentarios adjuntos en alguna de las entradas de mi página web, preguntas cortas e interesantes, en el formulario de este portal o por correo electrónico. Las interpretaciones que se den a esta exposición: clara, concisa, profunda y precisa no es responsabilidad de Diego García; sino de la persona que escribe la critica positiva o negativa, no se responde por daños o perjuicios que se causaran por dichas notas.

No hemos podido validar su suscripción.
Se ha realizado su suscripción.

Recibe el libro: “INTRODUCCION A LA FILOSOFÍA”