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domingo, 14 de abril de 2013

Demasiado Disgusto por Nuestras Faltas es Amor Propio


Puedo, al fin, darme cuenta de que ese sentimiento de agonía no es nada más que el amor propio haciendo de las suyas.  Pensar que como ser humano no puedo pecar y que si lo hago Dios no me perdonará  es la máxima expresión de soberbia. El temor al pecado era paralizante y vivía a medias. Asustada por todo y por todos.  Encontraba pecado aquí y allá, dicho de otra manera, todo era pecado.  Dios sabe que somos seres humanos y que como tales no somos perfectos. Pretender ser santa, como solo Dios lo es,  es  una fantasía y nada más.
Cuando me encontraba en aquella situación lo que venía  a mi mente era abandonar la Iglesia.  Era una  tortura seguir asistiendo a la Misa porque  en mi estado de enfermedad espiritual sólo escuchaba palabras de condenación.  La humildad era un término que no conocía porque mi amor propio y mi gran soberbia hacían que la confundiera con miseria, llanto y sufrimiento.  Mientras más sufría más humilde pensaba ser.  Padecí todo eso y lo peor del caso es que me consideraba inocente y, para colmo, víctima del demonio y del mismo Dios.  Haber sobrevivido a todo aquello es una muestra de que Dios Padre siempre estuvo a mi lado.  Allí estuvo Él en el confesionario, en la comunión, en mis caídas y en mis regresos al camino.  La Santísima Trinidad es fiel, no me abandonó  y no me abandonará nunca.
Gozar de la tranquilidad que surge de saber que sí es bueno el llamado ¨dolor de corazón¨ pero sin torturarnos por nuestras faltas; sino, más bien, arrepentirnos y volver a empezar en cuanto podamos, es el mayor regalo que Dios nos pueda dar. La vida es distinta así, es más serena y optimista.  La fe, la esperanza y la caridad no parecen algo lejano sino una nueva ocupación que no se acaba nunca.



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