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jueves, 27 de diciembre de 2012

Sacerdote nuevo, sacerdote eterno


Jesucristo, el único Sacerdote del Nuevo Testamento
Para valorar nuestro sacerdocio tendríamos que comenzar negándolo. Esto puede sonar mal, quizás no es del todo verdadero, pero no está mal decirlo para darnos cuenta de que en nuestro mundo el único verdadero sacerdote es Jesucristo. N. S. Es curioso que ahora nos quieran decir que Jesucristo es un laico. Y de ahí sacan consecuencias peregrinas de eclesiología y de espiritualidad cristiana. Esta misma semana leía en una Revista de Teología, Que Jesús nos es clérigo sino laico. No pertenece a la casta de los levitas sino de los laicos. Somos discípulos de un profeta laico. Por eso la Iglesia no tiene que ser clerical, sino laica, Iglesia de hermanos, sin jerarquía ni poderes de ninguna clase. Confusión, sofismas, saltos en el vacío.
Sacerdote significa ser mediador entre Dios y los hombres, poder hablar a los hombres en nombre de Dios y sobre todo poder presentarse ante Dios en nombre de la humanidad. Ser sacerdote es traspasar el muro impenetrable que separa de Dios el mundo de los hombres. El sacerdocio de la antigua alianza no cumplió la obra de Dios, es Jesús quien la ha llevado a su perfección (Hb 7, 19). La carta a los Hebreos nos dice que los sacerdotes de la Antigua Alianza tenían que repetir sus sacrificios una y otra vez porque no eran eficaces, no lograban comunicarse realmente con Dios ni abrir los caminos de la humanidad hasta la verdad de Dios.
En cambio, la hora de Jesús es la hora definitiva, la hora de las cosas verdaderas y definitivas. Viene hasta nosotros el Reino de Dios y es el tiempo de establecer relaciones verdaderas y efectivas con Dios. Nadie es capaz de hacer presente a Dios en el mundo sino su Hijo Jesucristo. Solo Jesucristo viene de Dios y puede hablarnos de Dios; solo El puede conducirnos hasta Dios y representarnos delante de El. En el Nuevo Testamento no hay más sacerdocio que el de Cristo, ni hay otro sacerdote que Jesucristo. Por eso, después de Cristo, no hay una familia ni una casta sacerdotal. Nadie es sacerdote por sí mismo, el sacerdocio verdadero, eficaz, definitivo es sólo el de Cristo, y los demás somos vicarios suyos, representantes, enviados del sacerdote único, universal e irrepetible. Su sacerdocio es inmenso, lo envuelve todo y lo abarca todo. Siempre vivo, eternamente junto a Dios, para interceder por nosotros.>”.
En su ministerio, Jesús comienza enseñándonos a tratar las cosas de Dios con un gran respeto, con una conciencia muy viva de la trascendencia de Dios: A Dios nadie lo ha visto jamás; nadie conoce al Padre sino el Hijo; nadie va al Padre sino por mí (Jn 3, 12-14.31-36). El Padre ama al Hijo y le ha confiado todo. El que cree en el Hijo tiene la vida eterna; pero quien no lo acepte no tendrá esa vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él. El sacerdocio de Jesús no le viene heredado de los sacerdotes del Antiguo Testamento. El no pertenece a la casta sacerdotal. El aparece en el mundo con un sacerdocio que no tiene antecedentes. Digamos que funda el sacerdocio y lo inaugura consigo mismo. Su sacerdocio aparece en el mundo “como el de Melchisedech”, “sin padre, sin madre ni genealogía”, anterior y superior a Abrahán, “no en virtud de leyes terrenas”, sino por el juramento de Dios, “siempre vivo para interceder por nosotros” (Cf. Hb cc 6 y7).
Sólo en Jesús, Hijo de Dios, tenemos un sacerdote que ha penetrado en los cielos (Hb 4, 14). El, sin dejar de ser Hijo de Dios, ha compartido nuestra vida, nuestras flaquezas, aprendió a obedecer en medio del sufrimiento, y así fue proclamado por Dios sumo sacerdote, causa de salvación eterna para todos los que le obedecen (Hb 5, 8). Compartió nuestra carne y sangre para destruir con su muerte al que tenía el poder de matar y librarnos a los nos tenía esclavizados por el temor a la muerte (Hb 2, 14). Por su muerte y resurrección penetró en los cielos y es ahora el áncora firme y segura de nuestra salvación, desde la morada de Dios donde ha llegado como precursor nuestro (Hb 6, 19).
Sacerdotes por la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo
Jesucristo ha manifestado en sí mismo el rostro perfecto y definitivo del sacerdocio de la nueva Alianza. Esto lo ha hecho en su vida terrena, pero sobre todo en el acontecimiento central de su pasión, muerte y resurrección. Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos, Jesús siendo hombre como nosotros y a la vez el Hijo unigénito de Dios, es en su propio ser mediador perfecto entre el Padre y la humanidad (cf. Heb 8-9), aquel que nos abre el acceso inmediato a Dios, gracias al don del Espíritu: «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gal 4, 6; cf. Rom 8,15). Jesús lleva a su plena realización el ser mediador al ofrecerse a sí mismo en la cruz, con la cual nos abre, de una vez por todas, el acceso al santuario celestial, a la vida filial en la casa del Padre (cf. Heb 9, 24-26). Comparados con Jesús, Moisés y todos los mediadores del Antiguo Testamento entre Dios y su pueblo —los reyes, los sacerdotes y los profetas— son sólo «figuras» y «sombra” de los bienes futuros, no la realidad de las cosas» (cf. Heb 10, 1) (Pastores dabo vobis, n. 13).
Nosotros, los llamados al ministerio, somos como todos nuestros hermanos, miembros del pueblo de Dios que Cristo ha adquirido con su sangre. No somos ninguna raza especial ni tenemos tampoco ningún mérito especial. Cristo nos ha elegido gratuitamente, porque ha querido. No lo hemos elegido nosotros a El, sino que El nos ha elegido a nosotros, primero para que estuviéramos con El, para que conociéramos sus secretos, para que viviéramos con El como amigos queridos. El nos ha elegido para que seamos sus amigos, y su primer encargo no es que cambiemos el mundo sino que nos amemos los unos a los otros (Jn 15, 14ss). Jesús quiere que el mensaje de salvación, el mandamiento del amor que es un mandamiento universal y definitivo, lo vivan primero el pequeño grupo de sus amigos. Luego vendrá el momento de ser los testigos de Jesús por el mundo entero, pero antes hay que “estar con El” y recibir la vida nueva por obra del Espíritu Santo.
Entre el sacerdocio único y definitivo de Jesús y nuestro ministerio hay un nexo esencial que conviene analizar. Jesús sabe que su muerte será el gran momento de su consumación como Hijo de Dios en el mundo, el gran acto de adoración, la victoria definitiva sobre el poder del demonio en la vida de los hombres, la nueva y definitiva Alianza entre el Dios de la salvación y la humanidad liberada y renacida, la recuperación de la amistad perdida entre Dios y los hombres. Por eso, “la noche en que iba a ser entregado”, vivió espiritualmente la verdad de su muerte con sus discípulos, la vivió como ofrenda, como entrega de amor, como obediencia, como restauración definitiva de la amistad de Dios con los hombres y de los hombres con Dios. Y esa muerte, que era ya una realidad mística, en su corazón de hombre, nos la entregó a todos sus hermanos, encomendando a sus discípulos mantener siempre presente y activo este ofrecimiento suyo en medio de su pueblo “haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19). La Eucaristía no es “otro” sacrificio, no es nada añadido a la muerte de Cristo, sino que es la memoria, la presencia continua y universal de la entrega de Jesús al Padre por nosotros, la repetición, la presencia sacramental y el acceso espiritual al ofrecimiento de Jesús, en la oscuridad y la seguridad de la fe, expresada en los signos y sostenida por las palabras y la voluntad permanente de Jesús. “Con su palabra, y con el pan y el vino, el Señor mismo nos ha ofrecido los elementos esenciales del culto nuevo. La Iglesia, su Esposa, está llamada a celebrar día tras día el banquete eucarístico en conmemoración suya. Introduce así el sacrificio redentor de su Esposo en la historia de los hombres y lo hace presente sacramentalmente en todas las culturas. Este gran misterio se celebra en las formas litúrgicas que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, desarrolla en el tiempo y en los diversos lugares” (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, n.12).
En adelante, los Apóstoles, sus sucesores con su colaboradores, se encargarán de mantener viva esta voluntad sacerdotal de Jesús, siendo signos eficaces de la presencia sacerdotal de Jesús en el mundo, signos eficaces de este ofrecimiento definitivo, universal, permanente, de Jesús en la Cruz, con el que inaugura en su propia carne el nuevo Pueblo, el Pueblo santo de Dios, habitado como un templo por la Trinidad santa, con el que nos abraza a todos los que hemos sido bautizados en su muerte, y nos presenta ante el Padre como un pueblo de hermanos redimidos.
Para llegar a constituir este pueblo santo, este pueblo sacerdotal, Cristo elige desde el principio de su ministerio unos discípulos que serán luego sus primeros colaboradores. Marcos, en su evangelio, narra la elección de los primeros discípulos, como parte esencial del inicio de su ministerio. Jesús los ve, se fija en ellos, y los llama de una manera imperativa, dejad vuestras cosas, dejad vuestra vida y venid conmigo (Mc 1, 16). Luego vio a otros dos, y los llamó también. Dejan su oficio, dejan a su padre, y se van a vivir con Jesús. Estos primeros discípulos, llamados personalmente por Jesús, que dejan físicamente su modo de vivir, y conviven con Cristo como miembros de su verdadera familia, van a ser después los que reciban la misión de anunciar hasta el fin del mundo lo que han aprendido de Jesús.
La aceptación de la llamada, el seguimiento de Jesús es un acto de fe integral. Los discípulos creen en Jesús, le obedecen, le entregan su vida, se dejan educar por El, asumen como misión de su vida anunciar y difundir por el mundo el mensaje de Jesús. Hay un segundo llamamiento, cuando Jesús elige a los Doce y los constituye comunidad y grupo de los apóstoles, para que vivan con El, para que lo acompañen, para enviarlos a predicar, con poder para expulsar los demonios, es decir, para anunciar y establecer el Reino de Dios en el mundo, predicando, curando y perdonando.
Vale la pena señalar que estos Doce son elegidos por Jesús libremente, porque quiere y como quiere, su elección es anterior e independiente de la constitución de la comunidad. No es una elección convencional ni democrática. Los escoge de entre sus discípulos, de los que están con El, pero la elección es un acto libre y espontáneo de Jesús que comienza así a configurar la estructura y la organización de su Iglesia. Desde ese momento los Doceacompañan a Jesús y forman con El el núcleo central de la comunidad formada por todos los discípulos de Jesús. Con ellos celebra la Cena pascual en vísperas de su Muerte y a ellos les encomienda que repitan la celebración de la nueva alianza en memoria suya. Con ellos está repetidamente para confirmarles en la fe después de su resurrección, y a ellos, reunidos por la Virgen María, les envía el Espíritu Santo, para que puedan cumplir la misión recibida de anunciar el evangelio por el mundo entero y bautizar a los que crean en El, consagrándolos y santificándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La misión de Pentecostés enlaza con el anuncio del bautismo de Jesús.
Como la Eucaristía mantiene y multiplica en el mundo la presencia del ofrecimiento y del sacrificio de Jesús, sus apóstoles, los nuevos sacerdotes de la Nueva Alianza, de la Alianza definitiva establecida por Jesús en su propia carne, multiplican la presencia y la actuación del propio Cristo que se ofrece continuamente por la salvación del mundo. Gracias a la elección y al mandato del Señor, los Apóstoles y sus sucesores mantienen viva en el mundo la presencia de Cristo que se ofrece continuamente por nosotros. En este mandato eucarístico se contienen todas las facultades y las obligaciones del apóstol; porque tiene que renovar el ofrecimiento de Jesús, tendrá que anunciar previamente el Reino de Dios, llamar al arrepentimiento y a la conversión, anunciar el amor de Dios y proclamar el gran mandamiento del amor que nos hace hijos de Dios por la acción del Espíritu Santo. De este anuncio nace la comunidad eucarística, que celebra y hace presente y participa el sacrificio y la adoración de Jesús, edificada por el amor de Dios, principio de una humanidad nueva, renacida, reconciliada, heredera de la vida eterna, presidida y dirigida por los apóstoles en orden a la celebración eucarística. La comunidad crece por el anuncio de la palabra recibida con fe y caridad, para poder celebrar la Eucaristía y ofrecerse en culto espiritual al Dios de la misericordia y de la gracia. La autoridad pastoral nace de la presidencia eucarística y se ordena esencialmente a la celebración eucarística como momento cumbre del pueblo de Dios.
Obedientes a esta misión recibida del Señor, los Apóstoles predican por el mundo el evangelio de Jesús, exhortan al arrepentimiento de los pecados, presiden al pueblo de Dios en la caridad y difunden por todas partes la nueva humanidad. Aquel discurso de Pedro después de haber recibido el don del Espíritu Santo, es el anuncio permanente de la Iglesia en el mundo “Pedro, de pie, junto con los once, levantó la voz y declaró solemnemente, lo que ocurre es que se han cumplido las promesas de Dios” (Hechos, 2, 14). De esta misión y vocación de los Apóstoles nacemos nosotros, obispos y presbíteros, como sacramentos vivientes de Cristo sacerdote, presente y actuante en el mundo, para alabanza de la gracia de Dios y salvación de todos los hombres. Sí, somos sacerdotes, con un sacerdocio singular que es el mismo sacerdocio único y universal de Jesucristo que por medio de nosotros manifiesta a la hombres la verdad del amor de Dios, ese amor que nos libra del pecado y nos hace miembros del Cuerpo santo de Cristo, piedras vivas del templo universal de una humanidad redimida habitada por la gloria de Dios.
La eficacia de nuestro ministerio está garantizada por la presencia y por la acción del Señor que actúa por medio de nosotros. No hay muchos sacerdotes, sólo Cristo es sacerdote y sigue actuando en todo momento y en todas partes por medio de nosotros. Cuando nosotros anunciamos el Reino de Dios es Cristo quien lo anuncia, cuando perdonamos los pecados en nombre de Dios es Cristo quien perdona, cuando alimentamos las almas de nuestros hermanos con el Cuerpo santo de Cristo es Cristo quien se da como el pan venido del Cielo que nos da la vida eterna.

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