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domingo, 30 de diciembre de 2012

Iglesia de alta velocidad


A pesar de los raudos trenes de alta velocidad, el viaje hasta París se hace largo. Tomé el tren el domingo a las ocho y media de la mañana y llegué a las ocho y media de la noche, de la salida del sol hasta el ocaso.
Un trayecto tan largo es cansado, pero tiene una cosa muy agradable: la posibilidad de rezar tranquilamente la Liturgia de las Horas, a medida que va transcurriendo el día. Es bonito recorrer kilómetros y kilómetros mientras uno va rezando laudes, alabando a Dios. El tren se convierte en una especie de iglesia en movimiento, que atraviesa los campos a doscientos cincuenta kilómetros por hora.
Me hace especial ilusión, en estos casos, ir pidiendo la bendición de Dios para las demás personas que van en el tren, a las que no conozco y que van pensando en sus cosas, ocupadas en mil y un asuntos que nada tienen que ver con Dios. En cierto modo, es un signo de lo que es la vocación cristiana: ser sal en medio del mundo. Ser sal no es solamente dar un buen ejemplo, como tendemos a pensar con nuestra mentalidad de pelagianos endurecidos, sino ante todo ser templos del Espíritu Santo en medio del mundo. O, mejor, humildes piedras vivas de ese gran Templo espiritual que es la Iglesia.
Así Abraham, que había recibido la bendición de Dios, iba llevando esa bendición por donde iba y contagiándola, por así decirlo, a todos aquellos con los que se encontraba. Como dice el Salmo sobre el peregrino que va a Jerusalén: al pasar por el valle del llanto, lo cambia en bendición. Obviamente, los cristianos no somos superhombres que puedan cambiar llantos en bendiciones por nuestras fuerzas, nuestro compromiso, nuestra inteligencia, nuestro dinero o nuestra cara bonita. Al contrario, somos pobres hombres, hechos de barrillo, tan miserables o más que los que tenemos alrededor. Pero todos somos portadores de una bendición maravillosa, que nos supera y que llevamos como un tesoro en vasos de barro. Llevamos el tesoro de la Vida que no se acaba, entre multitudes hechas del mismo barro, pero que no han encontrado ese tesoro y que lo necesitan desesperadamente.
Ante eso, los cristianos sólo podemos reaccionar con los mismos sentimientos de Jesús, que lloró mirando a Jerusalén, por su rechazo de los profetas enviados a ella. Y rezar, uniendo a todos a nuestra oración, con las palabras del salmo: Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga.

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